Voy a contarles la historia de un escritor que nació en Monterrey y ahí siguió hasta su último instante.
Frisaba ya los veinticinco años cuando por fin, ya cuando había perdido la ilusión de lograrlo, se convirtió en un escritor famoso y rico. Decían que era un escritor muy directo, que iba al grano del asunto, con una perspicacia sin igual y una sinceridad que llegaba a sacudir lo más profundo de la mente del lector. La crítica hacía mucho hincapié en su retórica y en la manera magistral en que utilizaba los arcaísmos que había aprendido de su abuela.
Para llegar a este punto tuvo que sufrir mucho primero; de hecho su genio era la consecuencia de un sinfín de derrotas: había perdido infinidad de discusiones y pendencias, había puesto su fe en creencias infantiles de las cuales lo sacaba la realidad con violencia, tenía la manía de llevar la contra a sus interlocutores y de defender puntos de vista que ni siquiera conocía, tenía diabetes pero no le había dicho a sus padres, quienes, no sabiéndolo, pensaban que su flojera se debía únicamente a que quería pasarse de listo. Tuvo una etapa de disolución que comenzó como a los diecinueve, como cualquier chico normal de esa edad, pero en él los resultados fueron desastrosos: una noche estaba platicando y fumando mota con sus valedores en un cuarto que pisaba por primera vez, y de pronto se apagaron las luces para él y cayó inconsciente al suelo sin oponer resistencia. Cuando despertó se dio cuenta, entre la sarcástica compasión de los presentes, que jamás recuperaría la salud. Había estado muy impreciso esa noche con sus comentarios; se sentía ofuscado, así que le dijo al que traía el carro y lo llevaría a su casa que si ya se iban, pero no quiso y no insistió, y de pronto todo fue como un ataque contra el cual no puedes hacer nada. Intentó contrarrestar el debilitamiento con respiraciones profundas, pero algo se reventó dentro de su cerebro: fue seguramente el aposento donde habitan las sensaciones desquiciantes, quienes salieron de ahí desbocadas, para tomar control del sistema nervioso. Al menos él así lo entendió cuando esa misma noche sintió por primera vez lo que era el terror: cualquier ruido lo sobresaltaba, en el umbral de la vigilia y el sueño lo esperaba una convulsión. Cuando llegó a casa esa noche, rápidamente se metió en la cama para que sus papás no le vieran la cara, la cual reflejaba la perdición del escritor, aunque no por eso se salvó de la voz de su madre, quien gritaba en la oscuridad: “pero qué te has creído llegando a estas horas a la casa; estás loco, estás loco”, loco, loco, y el loco le taladraba el cerebro al escritorzuelo. El escritor le achacó su situación al abuso que había tenido en los últimos tres años de tres cosas: la masturbación, la lectura y la marihuana. Fue como una rutina en la que encontró cierto confort, pero terminó mal. Después de eso se sometió él mismo, sin comentar nada a sus padres, a un programa de rehabilitación que su instinto de supervivencia le obligó a tomar, el cual consistía básicamente en correr por las mañanas. Habría que haber sido él para darse una idea de lo mal que se sentía esas mañanas cuando iba a correr, de lo heroico que resultaba el hecho de no quejarse. Había tenido problemas para dormir, para digerir la comida, para mantenerse en pie cuando se veía obligado a hacerlo; constantemente le acechaba el fantasma del soponcio y la vergüenza de que lo cogiera en público. El más mínimo asomo de queja era tomado en su familia como un mero pretexto para holgazanear, por lo que cada mañana se alentaba a él mismo para salir a librar la batalla por vivir un nuevo día: así de mal se sentía. Poco a poco fue recuperándose, sin poderse decir que estaba de maravilla; podría hablarse de una pequeña tregua en medio de la guerra, pero nada espléndido. En su familia se respiraba un ambiente de competencia y ambición que a él le desagradaba; él sólo quería leer y estar tirado, ya no tanto fumar marihuana, porque cada vez que lo hacía sudaba frío y regresaba el fantasma del soponcio. Sus dos hermanos y padres constantemente le recordaban que debía ser una persona normal, conseguir un trabajo, una novia. Tenía que escuchar estas recomendaciones todo aturdido, como si estuviera condenado a ir todo el tiempo montado en una montaña rusa que no parara de funcionar; por eso no era de extrañar que sus consejeros se sintieran ignorados. Su padre trataba de conducirlo por la carrera de la abogacía: ya lo había obligado a estudiar derecho y, con las amistades que tenía, intentaba acomodarlo en algún despacho de la localidad. El pequeño escritor, sabiendo que su padre estallaría en furia si no aceptaba los trabajos que le conseguía, se deslizaba yendo a las oficinas y tratando de pasar por completo desapercibido, mientras se entregaba a reflexiones fatalistas. Nuestro personaje no podía convertirse en lo que su padre quería, sabía que simplemente no podía, y no por simple capricho, sino por que simplemente no podía. Y se ponía a escribir toda su frustración y sus reflexiones de la vida, ya que eso de escribir era lo único que se le daba un poco; era su única posibilidad en este mundo, más que un don que le viniera de nacimiento. En esos escritos constantemente le atribuía a la muerte una facultad consoladora, y terminó obsesionándose perdidamente con la muerte, elevándola a la dignidad de divina, justificando con ella toda desgracia que llegaba a sucederle; decía que al lado de la muerte, todo lo que se hiciera o dejara de hacerse en vida daba lo mismo. Sentenció: “el destino es algo evidente y, ya que es imposible salirse del camino que ya está trazado, la vida es algo así como un paseo en un tren que no se descarrila”. Sus pensamientos más revolucionarios eran el de que entre la sabiduría y la necedad no había ninguna diferencia, ya que todo se reducía a sentir y morir al final, cosas que por igual podía hacer tanto el necio como el sabio; que los escritores simplemente chachareaban y que darse a entender a los demás era limitarse, era como rebajarse a un mundo estrecho, el mundo estrecho de la comunicación, incapaz de expresar claramente que todo es y no es al mismo tiempo. Escribía también sus alucinaciones y sus sueños, los cuales siempre estaban henchidos de significados místicos, y cuando no, por lo menos eran graciosos y bien escritos.
Uno de sus hermanos era especialmente intolerante con él: si el escritor se justificaba diciendo que se sentía débil cuando le presionaban a laborar, el hermano le decía que lo de él era psicológico, que se había llenado la cabeza de mierda con tanta lectura y pensando tantas idioteces. Aunque suene un poco inverosímil, lo único que al escritor le impedía suicidarse o declarar abiertamente que estaba seriamente enfermo, era que no quería causar molestias, lo cual se echó de ver cuando por azares del destino el escritor se volvió todo un éxito.
Pasó que el escritor tenía un blog en el que publicaba textos de diversas naturalezas, un día un editor multimillonario entró por error en la página y le pareció interesante el proyecto, así que se comunicó con el escritor y en un santiamén ya estaba en boca de todos. Esto vino a ocurrir justo cuando el escritor ya se había dado por vencido y estaba buscando un buen pretexto para palmarla con un poco de decoro, así que el éxito le vino como anillo al dedo. Cuando recibió una cantidad de dinero suficiente, dijo a mamá y papá: “adiós, ahí nos vemos, quiero vivir solo”, con la firme resolución de llegar a su nuevo cuarto, mandar poner una cama, salir a comprar una cajetilla de cigarros y tirarse en la cama y fumarlos hasta morir, porque sabía perfectamente que el cigarro podía matarlo, siendo que su vida pendía de un hilo desde hacía años. Los papás intentaron retenerlo, querían disuadirlo con que era muy precipitada su decisión y que sería mejor que esperara a encontrar una mujer con la cual habitar la casa, aunque tal vez lo que los llevaba a hacer esas súplicas era que presentían que su hijo haría una locura. El final de la historia es muy obvio: el escritor cuando no fumaba estaba inconsciente, y cuando no estaba inconsciente fumaba, y en un paroxismo acabó el show. Al día siguiente apareció la nota en el periódico y todo. La causa de su muerte nunca quedó por completo esclarecida; nadie sospechó que el escritor quisiera quitarse la vida fumando cigarrillos. Los papás deshechos y bla bla bla. El punto clave en esta historia, es que al escritor no le hubieran permitido fumar en casa, y por eso tuvo que esperar hasta el día en que pudiera vivir solo. A veces lo cómico y lo trágico se entrelazan de una manera que pone en entredicho la verdad del acontecimiento, pero así es la vida. Otras veces los motivos que incitan a hacer ciertas cosas a ciertas personas, no los saben ni los mismos que las hacen.
jueves, 1 de abril de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario