martes, 27 de abril de 2010
Capítulo 10
Lo que sucede realmente es que no puedo perdonarme no saber algo que mis interlocutores saben, no poder decir el mejor comentario de la noche; tampoco puedo perdonarme quedarme a media frase, con la palabra en la punta de la lengua, y que alguien más me la complete. Eso es lo que me tiene triste y mortificado, simplemente no puedo soportarlo. Luego llego a mi casa y checo en el diccionario si aquella palabra rimbombante que utilicé en la charla no estuvo mal aplicada. Por lo general resulta que la utilicé mal y caigo en una inconformidad muy grande conmigo mismo. Ese es todo mi problema, no necesito un psicólogo, ya sé lo que tengo, soy un perfeccionista, y es bueno reconocerlo. Otra cosa que detesto de mí es que con frecuencia caigo en el despropósito, no veo lo que es obvio y soy motivo de risa, cuando mi pretensión es todo lo contrario: quiero ser perfecto, tener el chiste pronto, oportuno, la solución al problema. Eso es lo que me ha estado carcomiendo los últimos años y no lo había notado. Trato de reírme de mis errores, pero me engaño, no es una risa sincera, mi razón no puede hacer nada contra mi estúpida naturaleza perfeccionista. Cada naturaleza se inclina a diferentes estupideces. Claro que habemos algunos más complicados que otros. Yo soy una cosa complicada, soy un reto para mí mismo. Quizás por todo eso soy bueno escribiendo, pero muy a pesar de mi salud, porque tengo que hacer muchos corajes, muchos esfuerzos para aprender esas palabras, para encontrar esa frase que describe lo que ocurre en el llamado inconsciente. Al menos saberlo, escribirlo, que los demás lo vean, me hace sentir un poco aliviado. Ahora puedo contarles la historia de alguien que estaba muy borracho y no sabía lo que hacía y andaba dentro de un antro a los tumbos chocando con objetos y personas y luego un bravucón lo agarró a golpes y yo le dije: ¡poco a poco señor!, que no ve usted que este pobre desvalido está inconsciente, lo que quiera con él conmigo, entonces me sacó una pistola y los espectadores exclamaron: ¡ah! y corrieron algunos, otros, los más valientes, se quedaron a presenciar el día en que fui poseído por Chuck Norris, me le aventé al cabrón y le doblé la mano de la pistola y le saqué la pistola y luego le puse la rodilla en el cuello y le dije: “bergante, basta de tus tropelías, hoy es el último día en que humillas a alguien con tu pistolita”, entonces le quebré el cuello con una técnica que yo conozco, con la cual uno se va tranquilo con la seguridad de haber dejado paralítico a su oponente del cuello para abajo. O sea que le desgracié la vida de lo lindo al sicario ese, quitándole aparte la posibilidad de meterse él mismo un balazo en la cabeza y terminar con su penosa vida. Y es que se lo tenía bien merecido. Ahora, volviendo a lo otro, he pensado que sería bueno comenzar a juntarme con gente más inculta, pero resulta que me gusta competir con los grandes y ganarles. Pero yo sé perfectamente que todo eso es vanidad, que la vida es un parpadeo, que no debería dejarme impresionar por las narices ni por los autos ni por el dinero ni por la locución de los otros, pero soy muy susceptible.
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