martes, 30 de marzo de 2010

Música

El sol se filtra entre las hojas y acompaña a las naranjas fragmentándolas en colores matizados, que van del naranja al naranja, pasando por todo lo que puede ser llamado color naranja. No hay nada más musical que las palabras cuando dicen algo lleno de dobles erres, y el que las dice sabe que dice algo que el otro entiende y le da significado y se llena de esas dobles erres, como en la frase huele un chorro a chicharrón, donde aparte las haches hacen lo propio, poniéndole más música, más brío, presto ma non troppo. El truco está en que las palabras, más allá de ser musicales, dicen algo concreto, no como la música, esto sin demeritar la música. El misterio está en que esas palabras llenas de látigos y ondulaciones que a veces son suaves y otras bruscas, llevan dentro de sí imágenes y sensaciones, y eso a mí como me inquieta me fascina. Lamentablemente tuve que leer libros para tener la ocurrencia de escribir acerca de la música de las pláticas, como en el libro de las confesiones de un opiómano inglés, de Tomás de Quincey, quien bajo los efectos del opio se iba a los concierto más a escuchar la música de las pláticas en el vestíbulo que tenían lugar en los intermedios que a escuchar la que propiamente se conoce como música, y le gustaba escuchar más la música de los idiomas que no entendía, porque yo creo que lo mágico de ese asunto es el hecho de que uno sabe que entre ellos se entienden perfectamente haciendo música con las lenguas mientras uno se limita a concentrarse en las inflexiones, lo cual no puede hacerse con tanto placer sabiendo el significado de esos sonidos, pues el significado distrae. Ya lo decía Alfonso Reyes, que a él le hubiera gustado no saber una palabra de español, para poder disfrutar a plenitud los latigazos fonéticos que las lenguas de los que lo hablan profieren a la vez que se comunican. Ciertamente ya había gozado yo los placeres de las palabras, mas nunca se me había ocurrido escribir acerca de ellos, hasta que vi que otros lo habían hecho, lo cual me llena un poco de rabia, aunque pensándolo bien no tiene por qué preocuparme en lo absoluto si pienso una vez más en el consuelo que significa saber que uno no es otra cosa sino lo que le tocó ser, y que conste que este escrito me hizo gozar. Todos tenemos derecho a volver a decir lo que los muertos ya dijeron, pues uno no tiene la culpa de haber nacido con tantos años de historia a cuestas. Aquí lo que hay que ver es cuántos años tenía cada uno cuando lo dijo en su tiempo, y de ahí podrá venir un juicio más justo que aquel que sentencia siempre con la frase: eso no es nada nuevo. Uno goza con todo lo que envuelve el misterioso lenguaje; con la fonética y, de pasada, con el sentido de las palabras, lo cual nunca podrá dejar de ser una maravilla tal que haga que la vida valga la pena. Y desgraciadamente esto tuvo que terminar mal, con la impotencia de no poder seguir siendo eternamente brillante. Sin darme cuenta, fui convirtiéndome en lo que me tenía que convertir. No sé qué me depara el día de hoy, no sé si quedaré como genio o como idiota, pero con esa incertidumbre tengo que salir a despejar la duda, ahí, donde la gente se junta a medir fuerzas, día tras día.
Recuerdo que dije para mí: “¡oh! creo que soy la burla de aquí”, y se me llena la mente de pensamientos vengativos. No hace mucho me di cuenta de la palabra con que debía comenzar la nota desgarradora: sonó en mi mente como las primeras notas de una música edificadora, como una campana amplia. Luego entró él en el cuarto con la suya. Tenía su palabra desenvainada pero chata. No sonaba cual campana amplia. La mía era de aquel jaez que tiene que seguirse, porque se comprende al instante que un misterio envuelve. Eran palabras con música las mías, palabras versátiles que admitían cualquier continuación sublime, ascendente, hacia el cielo. Las de él eran patadas de ahogado, intentos por inquietar una mente que ya estaba en resguardo, en otro universo. Se escuchan mis palabras con claridad excepcional en el cerebro, no hace mucho me di cuenta de ello, y comencé a rendirle culto a una articulación que podía hacer con mi lengua, sin ninguna razón, con la intuición de que ahí estaría la clave, y seguí mi vida con un nudo en el pecho, con una esperanza que nadie más podría comprender. Solo, solo me fui tras esa salvación que podría no ser más que perdición. Me dije: no hay mucho que perder, arrójate a ese aire liviano.

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