martes, 6 de abril de 2010

La rusa que pasó impasible

La humanidad dejará de ser sustentable el día en que todos sean como yo. Entonces todo empezará a ser aburrido, por eso es bueno que yo esté aquí sólo. La gente me necesita igual que como yo a ellos. Nos perdemos entre tantas cosas, pero al final alguien terminará leyendo esto y habré desquitado todo lo que obtuve gratuitamente. La humanidad necesita diversidad, tiene que haber payasos, tiene que haber de esos que tienen vidas artificiales, conectados a tubos que les suministran las cantidades que sus cuerpos no pueden producir. Tal vez uno de esos que salen tan caros haga un buen libro o una buena pintura y algunas generaciones podrán entretenerse con eso. De todas formas todos nos vamos a morir y qué más da. A veces es suficiente con que aquellos que están en constante agonía digan un buen chiste de humor negro acerca de su situación, para que haya valido la pena mantenerlos con vida, porque todo es efímero, todo es igualmente efímero, las montañas, los libros, las palabras, los chistes, las muchachas tersas. Cuando uno se da cuenta de eso es fácil disculpar a los holgazanes y a los asesinos en serie, porque todo es nada, aun cuando es molesto caer en las manos de un destripador. Después la gente se da cuenta que uno nunca va preparado a la muerte, aunque tal vez sea importante saber eso el día de la muerte. Uno a veces tiene que evitar escribir algo, porque lo considera demasiado trillado, y es ahí cuando uno se da cuenta que nació demasiado tarde para ser original. Nunca falta el cabrón que ya dijo lo que creías que era tu más novedosa creación. Pero no hay que preocuparse por eso, desde que sabemos que todo da igual; ser famoso y no ser famoso, da igual, porque nunca depende nada de uno, sino de lo que se nos impone. Escribir es casi siempre un signo de impotencia, un acto intrascendente que pierde su encanto rápidamente. No se logra nada escribiendo más que distraer un poco, ocuparte un poco en algo que cualquiera puede hacer, es una manera de entrar en competencia con el mundo, la competencia de decir cosas más buenas, pero ni siquiera eso es certero, pues es muy circunstancial la fama y no existen criterios para determinar al ganador. Es nomás entrarle y volverte loco y con un poco de suerte pasar a las librerías. Es una buena manera de vivir la vida. Lo bueno es que las consecuencias no sobrepasan la muerte. Al menos así parece. No creo que los daños irreversibles de las drogas vayan más allá de la muerte, porque las drogas tienen jurisdicción sólo en el sistema nervioso y otras partes del sistema, las cuales desaparecen con la descomposición. Así que nada puede ser tan grave. Se puede llegar al sufrimiento más grande por curiosidad. Comoquiera la felicidad siempre tiene un cariz aciago. Inevitable verse influenciado por lo que leemos. Claro, en el momento del rigor siempre viene el remordimiento: ¿por qué fui tan débil? ¿por qué no pude dejar de masturbarme?, pero realmente no tiene importancia una vez que dejamos de estar despiertos. Sería ingrato, ya que estamos aquí, perdidos en un mar de confusión, no recordar aunque sea a los que vinieron a traer un poco de sentido a las cosas: las palabras. Un homenaje a todos los que alguna vez inventaron una palabra y también a aquellos que voluntaria o involuntariamente las propagaron y las pasaron de generación en generación.
Lamentablemente para todo hay que hacer esfuerzo mental. Si uno quiere expresar esta impotencia, tiene que hacerlo de manera que los demás la entiendan, o sea de manera racional, haciendo un esfuerzo por dar a entender algo. Por eso siento que me voy deslucido de este mundo, sin haber podido contar lo que sentía, sin aportar lo que me correspondía. Realmente creo que todos somos la misma conciencia y que todo lo que existe lo hizo uno, tal como en muchas ocasiones los escritores lo han explicado, y eso me quita la culpa de que hablaba, porque me consuela haber sido Van Gogh, Mozart y Cervantes. Creo que los artistas se pierden lo mejor de sus vidas en tratar de expresar. Por lo menos yo siento a veces que troncho momentos mágicos por esa necesidad que siento de escribir cuanto me parece interesante. Simplemente no puedo dominar esa vanidad, esas ganas de recibir elogios, aunque cuando los obtengo no me siento satisfecho, pero así es mi vida, y no puedo hacer nada por cambiarla, porque es lo que ahora represento simplemente. Tampoco me debo apasionar con mi vida, como si yo fuera algo trascendente, como si yo fuera yo y no el producto de todas las circunstancias que no son yo. Yo sólo soy lo que está exento de verse afectado por las circunstancias, es decir, la conciencia, esa cosa que se amolda a las circunstancias y a veces se confunde con ellas, pero tiene algo de eterno, y no tengo pruebas. Intentos desesperados por decir algo revelador y asombroso.
Sintiéndote tan devastado como te sientes, creo es incorrecto que te sientas culpable por fallarle a tus padres. Antes debes estar conciente que todo acto y afirmación que se haga es igualmente correcto e incorrecto, dado que los pájaros vuelan bajo alrededor tuyo y aparte porque cada quien hace su lucha. Tampoco esperes que alguien vaya a venir a dispararte en la cabeza; no eres tan afortunado. Yo recomiendo dejar que la muerte llegue sola, no vaya ser que luego nos castiguen o que en la próxima vida nos toque ser el hombre elefante, porque ahí sí estaría más difícil. El truco está en aprender a gozar el dolor, los discursos íntimos del dolor que no salen de nuestra cabeza. Y así podrás irte tranquilo. Aunque puedes hacer lo que quieras. Claro que lo ideal sería que alguien llegara con una pistola a matarnos por envidia, sobre todo ahora que la vida se presenta tan penosa. Ella pasó imperturbable a unos 10 metros de mí mientras yo leía mi libro bajo la sombra de un fresno. Claro que me volteó a ver, de otro modo no habría volteado yo a verla, pero cuando yo empecé a verla ella ya no me estaba viendo y no volvió a hacerlo. Era un extranjera, un mujer confeccionada para una noche de invierno en Rusia, en camino a su escuela, con su mochila, su blusa morada y sus pantalones bombachos pesqueros negros y su sandalias negras, muy ligera, fumando su cigarrillo con un aire impasible, y yo tuve entonces que pensar que eso no debía quedarse así, y le mandé mensajes telepáticos que no surtieron ningún efecto. Mientras la miraba fijamente: “ven, ven aquí, no, no estás preparada, no estamos preparados, preferimos nuestros lugares seguros, mañana estaré aquí a la misma ahora a ver si pasas, y te hablaré, pero no, no tengo el hígado para hacer eso, no nací tan fuerte como para llegar a ponerme frente a ti con mis ojos bizcos y decirte: oye, a qué vas a esa escuela aburrida, por qué no vamos a retozar por ahí”. Entonces me quedé con mi libro en mi banca, debajo del fresno, esperando que el mensaje telepático hubiera llegado a su destino y que me trajera algún beneficio. Luego tuve que encontrar consuelo en la típica, pero no por ello menos efectiva, frase: “no somos nada”, y la envié directamente al cerebro de la extranjera, con la esperanza de que ella tomara la iniciativa al día siguiente, convencida de que había que dejar de tomar en serio la vida y hacer cosas que nosotros mismos nos hemos prohibido, cosas que quizás son igual de insignificantes que las que hacemos todos los días, pero al menos distintas. Así que ahí estaré mañana, esperando que ella se acerque y diga las palabras mágicas y a partir de ahí la realidad se desvanezca paulatinamente, hasta llegar a un mundo de plácida fantasía. Por lo pronto sólo me queda el recuerdo de ver su blusa morada perderse entre los árboles y otras cosas, pero mañana ahí estaré, a la misma hora y con la misma fe de poder salir de este mundo que no me agrada.
Fue en ese pueblo de abandono y perros enteleridos donde tuve la duda de si lo que se escuchaba en el radio era tres estaciones interfiriéndose y empalmándose, o si era un tema de Yoko Ono.

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