lunes, 19 de abril de 2010

Capítulo 3

Sí, en ocasiones uno puede ser aplaudido y lisonjeado pero sigue sin estar conforme, porque lo que llega a uno no son las palabras, sino aquello que ni siquiera el otro quiere admitir, cosa que a veces puede ser denominada como envidia. Por ese tipo de sutilizas a veces las personas huyen de otras, y la gente no sabe encontrar motivos razonables, y es que no los hay, a veces la razón es que no hay razón y ya. La fe tiene que venir acompañada de buenos resultados, de otra manera uno cambia de fe, pues la fe es importante, siempre que uno confíe realmente en ella, y para confiar en ella tiene que haber correspondencia entre nuestra creencia y lo que esperamos de ella, porque no sirve más que para obtener lo que buscamos o por lo menos encontrar una situación que, aunque no sea la que buscábamos, sea agradable, es decir una grata sorpresa. La fe crece en proporción directa a los resultados, no al revés. De todas maneras es bueno tener fe en algo, porque llega un punto en el que comenzamos a atribuirle a la fe el que tengamos buenos resultados, y ahí es cuando irónicamente la fe se convierte en una confianza muy difícil de explicar y que a fin de cuentas es un engaño que podría convertirse en algo real. En conclusión, la fe es para aquellos que nos hemos cansado de la realidad y su lógica, y buscamos catapultarnos, por medio de ella y tal vez un poco de suerte, hacia un mundo donde no se reduzca todo a nacer, crecer, reproducirse y morir en medio de responsabilidades y achaques. Yo prefiero tener fe en que mi futuro será mejor de lo que yo pudiera desear, por eso no me aferro en la esperanza de un reencuentro con aquella danesa que conocí en Guatemala y dejé ir viva, sino que tengo la ilusión de que ella sea una odalisca más de mi harem, que estará construido seguramente en un lugar paradisíaco, o donde yo desee según mi capricho, porque con sólo desear las cosas las tendré y podré gozar de ellas ilimitadamente, porque tendré un cuerpo que me permitirá sentir cada vez más y más placer, hasta un día reventar de placer. Aunque seguramente el destino tiene algo mucho mejor preparado para mí, con el factor sorpresa que lo hará aún más placentero. Por lo pronto debo admitir que el recuerdo de la danesa en Guatemala, de cómo se me escapó de las manos, de todo lo que rodeó ese suceso, me sigue torturando. Estoy seguro que yo no volveré a tener una oportunidad semejante en mi vida. Sólo diré que esa danesa era un primor y tenía una expresión traviesa en la cara, pero a la vez era muy tierna, porque me enseñó a hacer los tejidos de las pulseras hippies con la paciencia de una doctora que tiene que trabajar con niños Down, porque ciertamente a mí me importaba tres cojones aprender el tejido, yo sólo quería estar cerca de ella, eso era todo, y ella lo notó y supe de inmediato que no le era indiferente. Debo decir primero que yo llegué de alguna manera a Chiapas, allí trabé amistad con una inglesa que no me parecía del todo desdeñable; la encontré en la cocina y me armé de valor y le hablé. Después me pegué a ella y nos fuimos a Guatemala, pero nuestra relación se tornó delicada, en el sentido de que yo comencé a tocarla y besarla y a salir con ella por el pan y sonreírle, a pesar de que no cumplía con mis elevadas expectativas. Después de todo tenía un lindo acento y unas libras que no estorbaban, y no me refiero en lo absoluto a su masa corporal, desde luego, porque hablando de eso sí soy un tanto quisquilloso y hubiera preferido algo más magro. Llegamos a Guatemala y todo bien, hasta que llegó un par de danesas, entre ellas la que ya les platiqué, y aquí se complicó el asunto. Una tarde la inglesa salió y me dejó solo con un amigo guatemalteco con el que me la pasaba fumando marihuana; estábamos donde siempre: en una banquita que estaba en un corredor que daba a una gran habitación común en un segundo piso, viendo al patio que estaba abajo, donde había unas bancas y unas mesas, donde las danesas se afanaban en hacer esas pulseras. Entonces a mí me entró la curiosidad de saber cómo se hacían esas cosas y no sé cómo me vi de pronto sentado junto a la danesa más guapa y el guatemalteco con la otra, haciéndonos los graciosos con nuestra torpeza para aprender el tejido más sencillo que podía encontrarse. Me parece que empezó a llover, por lo que continuamos la lección dentro del cuarto, sentados en una cama, y nunca se me va a olvidar ese gesto de ternura que me prodigó ella, consistente en ponerme el lazo de la pulsera que se estaba haciendo en el dedo gordo del pie, para así tener la firmeza ideal en el tejido. ¡Dios! Ese recuerdo sigue provocándome una seria alteración digestiva. Al día siguiente en la noche, fuimos casi todo el hostal a una especie de discoteca, donde la danesa no paró de coquetearme con miradas fogosas, y digamos que yo estaba como un perro encadenado que tiene un pedazo de carne fuera del alcance, porque ahí estaba la inglesa, y creo que se puso celosa. A mi ya me estaba gustando todo eso del enamoramiento viajero, así que decidí enviar un correo electrónico a mis padres, con la noticia de que ya no vería a mi hermano ni a mi madre en San Cristóbal, como habíamos quedado para después regresarnos a Monterrey, la ciudad de mis desventuras. Cuando la noticia llegó a mis padres me llamaron por teléfono y no paraban de suplicarme que hiciera lo que ya había prometido, y mi madre llorando y mi padre maldiciéndome, así que tuve que transigir. Cuando faltaban unos dos días para que yo tuviera que regresar a México, la danesa salió del hostal a seguir su travesía, y su despedida fue nuevamente un gesto desgarrador: me acarició un poco el cabello, como diciendo: “te estás perdiendo lo mejor de tu asquerosa vida, pero no te preocupes, no es la gran cosa”. Al menos así lo interpreté yo. En parte tomé esa decisión debido a las palabras del chamán que días antes había visto en San Cristóbal, el cual me dijo que recordara que todo era vibra, entonces supuse que las vibras de mis padres no me dejarían seguir tranquilo mis aventuras. De otro modo, habría seguido a la danesa hasta el mismísimo confín del mundo, consiguiendo dinero a como diera lugar, porque han de saber que desde hacía tiempo que yo subsistía a expensas de los caritativos huéspedes y sobre todo la inglesa, a la cual creo que le agradecí totalmente ese favor no deslizándome entre la noche a la cama de la suculenta danesa.
No creo que sea un apunte nuevo para la literatura, pero creo fervorosamente que la vida de los humanos se alimenta de esperanzas ridículas, nuestros dramas son insignificancias en el fondo, todo es polvo, eso es lo que es, polvo, como lo decía Omar el que tomaba mucho vino. Pero aun así no puedo dejar de sentir que dejé escapar una oportunidad de oro. Lo importante es que siento eso, porque creo que lo de la danesa hubiera terminado mal de alguna manera, en algún momento dado. Así que un mamarracho como yo tendrá que esperar una próxima vida para ser digno de un espíritu elevado metido en un cuerpo primoroso, es decir, la danesa, de la que ni siquiera recuerdo su nombre. Recuerdo que cuando me lo dijo estaba yo con el guatemalteco en la banca del corredor y tuve que reírme, ya que me pareció que su nombre tenía una fonética tan linda como la del vómito. Claro que ella también se rió, porque era perfecta. Debo confesar que todavía, cuando bailo The ballad of John and Yoko en la sala de mi casa, hago como si ella me estuviera viendo con una Carlsberg en la mano. Y cuando tomo Carlsberg me entra la frustración de saber que podría estarla tomando con ella, en una acogedora habitación de Copenhague.

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