Era de mal augurio entrar a casa y escuchar el sonido de la olla express y oler el puerco y, finalmente, entrar a la cocina y ver el vapor escapándose por la válvula atormentada y trémula. Nunca me gustó ese platillo. Tenía que comerlo a la fuerza, porque a mamá no le habría gustado que en lugar de eso comiera rancheritos. Un día mamá casi muere en la cocina, víctima de la erupción del contenido de la olla express. Toda la cocina quedó salpicada con el agua hirviendo y los trozos de carne que de haber llegado hasta mi madre le habrían traspasado el cuerpo cual balas nueve milímetros. Creo que mamá no estaba destinada a morir aquella mañana o tarde. Salió de la cocina por algo y escuchó el estruendo. Cuando volvió, la olla ya estaba desconchinflada y los trozos del animal sacrificado desperdiciados. Otra muerte inútil. Escena desgarradora. Zona de desastre. Mamá pensando en lo súbita que puede ser la muerte. A mí me dio gusto que sucediera aquello, porque mamá no volvería a utilizar ese utensilio tan indigesto para mí.
En mi infancia yo pude haber sido feliz subsistiendo a base de comida chatarra, pero los mayores no entienden eso y lo obligan a uno a comer lo que a ellos les gusta. Desde ahí comienza el infierno de la vida, el no poder hacer lo que queremos. Luego uno va entendiendo que la invasión no es sino en todos los aspectos de la vida: hay que volverse pieza de la máquina. Existen muchos métodos para atormentar a los que no se vuelven piezas de la máquina.
La situación siempre es complicada. Hay que atacar el tema adecuadamente, perfilarse bien, como un futbolista tirando. Ahí reside el arte de todo. El desorden tiene el mérito del sufrimiento y la desesperación, la renuencia a someterse, pero la comunicación requiere cierto orden para lograr su objetivo. Habría tenido que comenzar diciendo que estoy en casa esperando que todo se resuelva, esperando la comida. El baño siempre está limpio. Sólo me levanto y hago lo que quiero. Y no soy feliz. De hecho me siento bastante miserable. La especie me mira con rabia, quieren verme haciendo algo. Tal vez me siento culpable, pero aquí sigo, resistiendo. Desafiando a la naturaleza. No soy nada, lo sé. Soy el producto de las circunstancias. Un error calculado de la naturaleza. Mi destino es levantarme por las mañanas y preguntarme: ¿escribiré por fin eso que me libere? Y en realidad jamás me había hecho esa pregunta, pero estaba implícita en mi actitud de sentarme frente a la computadora sin nada que decir, y pensar cómo empezar y luego seguir. Cuando voy al cine, o como, o utilizo cualquier cosa, no puedo evitar sentirme culpable. La gente detrás de todas estas comodidades debe estar resentida con las personas como yo, que no aportamos nada. Pero hay que entender que todo estaba dado desde siempre, que esto tenía que suceder así, porque es sólo un eslabón en la cadena de causas y efectos. De todas maneras es frustrante no aportar nada. Es instintivo, trabajar para la especie. Y yo qué hago para la especie. Estas palabras. Eso es lo que hago, ordenar palabras. Y muchas veces lo hago mal y los demás no saben qué quiero decir. Entonces me siento muy infeliz por no poder hacer bien eso que tendría que hacer a la perfección, ya que no hago otra cosa que eso. Y ahí está la frustración más grande de la historia. Los errores que cometo y advierto se convierten en persecutores frenéticos amenazando con devorarme. Irónicamente los que no advierto no representan ningún peligro.
martes, 25 de mayo de 2010
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