lunes, 2 de agosto de 2010

Escrito

Desde mi tortura constante observo el mundo. Hay una figura femenina que se contonea con agilidad, y su sonrisa se clava en mi corazón cual saeta. Se le puede ver contenta y lozana, y, no conforme con ello, decide proclamar que se siente como en el cielo. Y yo pienso: “en algún tiempo tuve la esperanza de alcanzar su dicha, y así unirme con ella. Ahora estoy resignado a no alcanzarla, porque veo que me hundo sin tregua. Pero la esperanza que no puede morir es aquella de que ella, súbitamente, venga a unirse conmigo en la desgracia. La realidad me ha enseñado que ese tipo de esperanzas son las menos descabelladas.”
De todos los animales que hay en la tierra, el último que hubiera elegido ser, soy yo. Soy tan tonto que necesito palabras para pensar. En muchos animales también encontramos vanidades diabólicas: a los osos les gusta mirar desde la atalaya; tentado por el diablo el león forma su harem. Pero casi siempre se enfadan por mujeres. Lo bueno de los animales es que el más débil pronto muere. En los humanos existen varias formas de alargar la agonía. ¿Qué hace un buitre planeando a diez mil metros de altura? Está meditando sin palabras. Ya sació su estómago, no tiene ningún compromiso y decide levantar el vuelo. Llega al confín del cielo y piensa en los buitres que ya no planean cerca de él. Se pregunta sin necesidad de palabras: “¿A dónde fueron?” y lanza en las alturas un graznido agudo y plañidero, muy parecido al sonido de la gaita fúnebre, sólo que nunca oído humano podrá escuchar eso. ¡Qué lástima que muera un animal tan libre y fabuloso! Pero algo me dice que alguien acostumbrado a tales alturas no tendrá mucho problema en llevar su alma al sitio correcto. Tal vez ya ubicaron con la vista la luz eterna y los placeres sin castigo, y al morir, seguros, acompañados del graznido de los amigos, regresan a casa, con esa cara que ponen los soldados americanos al volver a la granja.

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