domingo, 8 de agosto de 2010

Soledad

Ahora estoy solo. Estuve todo el día rodeado de gente, a propósito, sólo para hacer más placentero este momento en el que llego a escribir. Realmente no me importa nada más que yo. Sólo quiero estar solo. No me interesa demasiado la gente. Cada día pierde más sentido todo esto. Incluso no sé si digo algo congruente con la realidad, mi realidad. A veces me la paso bien con la gente, necesito a la gente, pero sólo para hacer mejores los momentos de soledad. Voy con la gente y charlo. Hablamos de lo que vaya saliendo siempre, no hay formalidad alguna, todos somos bufones, y pasamos el tiempo. Cuando estoy rodeado de gente siento la necesidad de hablar y lo hago, y casi siempre me arrepiento de haber y de no haber dicho ciertas cosas. Busco un día en el que pueda decir y hacer exactamente lo que me haría sentir bien, lo que me haría sentir tranquilo al final, al momento de reflexionar, ir a dormir. Claro que nunca logro la perfección total, pero creo que me acerco. Trato de no arriesgar demasiado, pero si por alguna circunstancia mi naturaleza estúpida me lleva a decir un comentario contrario a mi conveniencia, tendré que utilizar el recurso del destino. Claro, estoy loco. Puedo darme cuenta que soy de los más perseguidos por la muerte. A veces me pongo una máscara de idiota y hago mis actos improvisados sin la menor sospecha de estar farseando. Simplemente no me doy cuenta, de pronto me veo haciendo aspavientos y escupiendo vehemente, derrochando todo mi ingenio sobre los circunstantes. Y claro que fallo, digo cosas que me avergüenzan y digo palabras por otras, me equivoco y el público me corrige y toma eso como un chiste extra. Tengo mis arrebatos de gracia y luego caigo en un profundo letargo y quiero regresar a casa a entregarme a reflexiones funestas. Nunca sé hasta dónde podré llegar con el teatro. Y ahora que estoy solo puedo dejarme de cosas molestas, como esa de tratar de convencer, como aquella de darse a entender, o la otra tan odiosa, la de no poder estar todo el rato sin hablar viendo a los demás hacerlo. Ahora que estoy solo puedo descansar del asqueroso mundo, puedo invitar con confianza a la muerte a mi dormitorio. La muerte nunca ha aceptado mis atentas invitaciones y creo que vendrá justo cuando no quiero que venga: en un lugar público, con gente conocida, qué vergüenza, morir con vergüenza, qué infamia, sentir el sudor frío, el movimiento extraño por dentro, la explosión en el pecho, y claro, una última sensación de arruinar la fiesta, de causar una insólita molestia.

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