martes, 15 de junio de 2010

Oscuridad y charcos

La tierra llama a la lluvia cuando la corriente de siempre regresa de la suspensión que provocó un fenómeno climatológico tropical. Entonces cae una tormenta que destruye y fertiliza simultáneamente. La perra tiembla tras la reja pidiendo que se le abra la puerta. Cuando llego con las llaves detiene su seducción temblorosa, segura de que le abriré la puerta. Y también hay perros malos que buscan cerveza y persiguen ciclistas inocentes. Entonces en una reunión improvisada en el porche, detrás de la verja, ahí tomando cerveza, aparece, por afuera, un joven de sonrisa lunar, de perfil, con su bicicleta, jadeando, explicando que acababa de escapar de un perro ávido de cerveza, un perro agresivo por la abstinencia. Después nos reímos porque el perro dibujó una estela negra en la oscuridad mercurial y el ciclista se llenó de pavor e intentó pasar al porche, porque seguía afuera, a merced de los perros adictos del barrio. Sólo nos reímos y deseamos que ese momento nunca terminara, pero se fue y siguieron otros no tan buenos. Yo ya estaba en un estado de terror etílico, una especie de letargo con visión de tele donde se corre la imagen, tele vieja que comienza a fallar y la imagen viene y se va por donde mismo, una y otra vez. Pero pudimos seguir analizando el mundo y llegamos, como siempre, a la verdad.
Es que estuvimos haciendo matanza de tiempo entre el heno y las cervezas de antes. Fue de hecho en un sueño donde ocurrió el accidente y lo veía y no lo creía. Di varios rondines, fui y vine, del establo donde pimplamos al lugar del siniestro, pero yo seguía siendo el culpable. Mamá y papá me desheredaron esa tarde, como si yo hubiera inducido a mi hermano a la bebida, siendo él mayor que yo, debiendo por eso tener más criterio.
Un monje con caperuza y nariz prominente entre la oscuridad y los charcos medievales, saca un dedo largo de la manga holgada y me pide que vaya hacia él. Yo le pinto un dedo y camino en dirección opuesta.
De hecho sólo el calor me inspira a teclear, sólo los abanicos prendidos en la casa y el sonido de las chanclas de mamá y el trapo sucio que lleva en la mano con el que pretende limpiar algo que probablemente esté menos sucio que el mismo trapo. La regadera que se abre y mueve a meterse ahí un rato y refrescar el cuerpo saturado de calor.

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