domingo, 27 de junio de 2010

Hablando al aire

Hablando al aire y sin que nadie note mi presencia, puedo lanzar nuevos proverbios que quizás perduren, no tengo la menor idea. En el vértigo de un depresivo atardecer, acostado en la cama, está el germen de la carcajada nocturna, acompañada, provocada, por la voz que sale del radio. Sin lugar a dudas hay impotencia, hay frustración y la sensación de estar esperando una atroz culminación en las entrañas invadidas por luces neón. ¿Qué tan cerca está el final? Esa es la pregunta que hace vacilar. Ante los amigos, cuando nos sentimos deteriorados y asfixiados, todavía no sabemos quién morirá primero, aun cuando ellos parecen disfrutar aquellas cosas que nos marean. Pudiera ser que, dando un vistazo alrededor, fuera evidente que tenemos una condena más pesada de lo normal. Tal vez haya que desconectar más seguido el cerebro. El cerebro se está llevando toda la energía y el estómago está batallando con la comida. Pero pensar es placentero, independientemente de las reclamaciones que podamos recibir de lenguas ajenas que exigen menos ensimismamiento y más participación mecánica. La imagen más rescatable sin duda es aquella de gente tirando cerveza bailando encima de mesas, al compás de la gaita escocesa, vaya francachela. Pocos podemos darnos el lujo de disfrutar algo semejante. Pero una vez que hemos visto las estrellas, esas inanidades dejan de tener importancia, incluso las estrellas comienzan a tener una repercusión dudosa, incluso las estrellas tienen varios tamaños, que van desde la nada hasta el infinito. Lo que se puede tener es esperanzas en el milagro que quizá nunca ocurra. Es tan triste. Debe ser más triste cuando vemos que aquellas luces que eran muchas comienzan a contarse con los dedos. Todas esas esperanzas de un milagro consumidas por la implacable realidad.
Era algo de un rancho, una abuelita y desde luego un ventilador de hélices quebradas que mete ruido amenazante en el ámbito. Un calor tremendo congela el pueblo de terrenos rodeados de cuatro nombres de calles, suponiendo que las calles tuvieran nombres. Y ahí estabas tú, bajo el techo, en el poyo, esperando la gran tormenta de junio. Pero sólo se acumulaba más y más calor, más y más energía, y nada de lluvia, sólo hierba seca. Las moscas sobre el pan dulce, implacables, montoneras. El mantel roto de siempre, mantel de plástico pegado a la mesa por el calor de los sartenes puestos con negligencia sin tabla aislante. Todavía no recuerdo la frase de ayer, antes de dormir. Era tal vez un sombrero carcomido por el tiempo. No, no era eso. Una camisa blanca adelgazada, tampoco. Pero mientras recuerdo lo que tendría que ser el inicio de todo esto, podemos hablar de piedras calientes que los perros confunden con comida, confundidos por el calor tremendo. Imagen triste, ésa y la de yo escribiendo esto. Repican, truenan las piedras y los dientes de los perros, confundidos, hambrientos. En el pueblo apenas hay comida para los que razonan. Por las noches los lugareños observan las estrellas buscando sensaciones mediocres, sensaciones que pasarán inadvertidas en la inmensidad. Al cabo de algún tiempo, así empezaba la frase, o terminaba. Tal vez me equivoque. La memoria me falla. A veces me lastimo el colon por no querer separarme de la computadora e ir al baño. Debo seguir con esta historia que gira en torno a una frase que no recuerdo. Y lo peor del caso es que esto es lo único que hago, lo único que sé hacer, según yo. No, no es fácil ser un bueno para nada mantenido. Y menos con dos hermanos que van a la oficina y un par de padres conservadores. No pretendo comentar ningún nuevo álbum musical, y no es pedrada. No entiendo por qué tiene que rimar el asunto, si la vida está llena de inconsistencias, aun no sabiendo qué quiere decir exactamente la palabra que empieza con i. Yo sé que estoy bien.

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