miércoles, 1 de septiembre de 2010
El ocaso
El sol pronto se oculta en la montaña lejana y sus últimos destellos quedan en la montaña del otro lado y en el cielo. Un cielo muy celeste y todo sombras a esas horas. Nubes gigantescas y borrascosas en miniatura, ya al final. Todos los colores en el cielo; y las sombras en las montañas y en las nubes que aparentan mayor envergadura de la que en realidad poseen. Un caracol quimérico de color magenta en el cielo, abierto por en medio cual camarón al que le sacan lo negro del espinazo. Y a esas horas naturalmente los niños juegan y la hierba se mueve, pero en el cielo la sangre no se mueve, ni hay cuchillos imaginarios que hienden pieles, de cuyos cuerpos la vida se escapa con angustioso pesar y ganas de dejar en claro que fueron los mejores en algún arte esotérico. Pero pronto dejará de haber deseo de verse gracioso, siempre con el comentario certero y cáustico. Pronto estaremos sumergidos en profundas tinieblas, pero antes las nubes se ven rojas, moradas, rosas y blancas, cada vez más opacas, porque el sol se está yendo y todo eso en un movimiento lento, que deja una impresión terrible de que todo se nos está yendo de las manos, la imagen en lenta evolución, casi imperceptible, y profunda en su efecto terrible, porque el tiempo corre y todo se transforma. Las nubes van cambiando sus formas y llevan una dirección fija; ellas no pueden observarse; nosotros, atormentados, miramos el cielo en su paciente movimiento, y la impaciencia nuestra nos oculta el misterio. Es el movimiento lo que hace especial el momento, y los sonidos del crepúsculo, el viento que lleva las nubes y nosotros sentimos y nos apaga el encendedor antes de poder prender la pipa. La naturaleza nos impone retos. En el cielo un impresionante espectáculo insensible, y en la tierra hay sacos de sangre que contemplan lo insensible y tienen complejos sistemas de mantenimiento. Es vanidad pintar la realidad, es inútil, es desesperación, es el hecho de tener que hacer algo con nuestras vidas. Las nubes se mueven tan despacio que a veces lo olvidamos, pero es en ese movimiento desesperante donde radica la tragedia. Lentamente pasa el tiempo, pero nunca pierde el ritmo del paso, y un día nos preguntamos qué hicimos con él, o qué hizo él con nosotros, pero ya no importa, sólo quedan vagos recuerdos, desvaneciéndose, como esa estela de humo que dejan las avionetas. La gente se enreda en el ajetreo de los compromisos, las conversaciones, las intervenciones ingeniosas en las conversaciones, todos en ese movimiento imperceptible pero persistente hacia la muerte, igual que las nubes revestidas de un encanto engañoso que se va ocultando en la penumbra.
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